La verdad es que no hay mucho que contar en lo que se refiere al proceso de (re)construcción del umiaq: todo transcurrió según lo previsto, vaya. Las piezas llegaron en perfecto estado. Incluso los listones más largos sobrevivieron a los intensos fríos y a la larga exposición al sol dentro de su envoltura de plástico (cosa nada recomendable). La cosa se limitaba, pues, a largas sesiones de ligadas con el hilo que nos habían fabricado prácticamente a medida. Algo que ya habíamos hecho muchas veces, sólo que esta vez era la definitiva. Todo iba encajando en su sitio con absoluta placidez y las horas transcurrían en un entorno casi zen, repitiendo los mismos movimientos, viendo pasar a la misma gente, sin relojes, sin calendarios. Despertarse cuando el cuerpo lo pedía (a las 5 de la mañana, los primeros días), desayunar en la impagable terraza-taller, añadir algunas piezas, pescar algunos bacalaos con Mariano (cuánto se te echa de menos, Mariano!), volver a desayunar con más gente cuando te dabas cuenta de que tan sólo eran las nueve de la mañana, descubrir que el Norte está justo donde te imaginabas el Oeste, contar otra vez la historia del umiaq, intercambiar miradas con algún inuit empático (valga la redundancia), descubrir a cada comida el saber hacer de Dada, escuchar las historias de los demás hasta agotar la capacidad de sorprenderse, cantar algunas barbaridades, chismorrear cual costureras, escaparse en un paseo de cinco minutos y experimentar una soledad profundísima, colaborar en alguna ñapa de fontanería en una casa remota (valga la redundancia), taparse un poco cuando llovía, abrigarse algo si soplaba una brisa... No sabría decir cuántos días pasaron de esa agradable rutina, lo cierto es que el umiaq avanzaba, sin prisas y con algunas pausas...
domingo, 23 de agosto de 2009
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